martes, 4 de junio de 2013

una nana para cerrar tus ojos

   No quería mirar a la esquina, no quería recordar por qué le regalé el pato de peluche que tenía sobre la cama, esa cama a la que no le había puesto sábanas desde hacía semanas. Un edredón arrugado y pegado a la pared tapaba parte del colchón lleno de miguitas de pan y una pepita de chocolate, que había dejado una mancha cerca del borde. El polvo se había adueñado de cada rincón del cuarto, también de los lugares más visibles. Únicamente el escritorio estaba un poco menos sucio. Pilas de cuadernos y libros esparcidos por el escritorio, y uno de esos sobre la mesita de noche. Pañuelos usados y arrugados, algunos se habían caído de la mesita de noche junto al cabecero y un buen montón alrededor del portátil, aún encendido, sobre el escritorio. Dibujos míos que le dediqué estaban pegados en las paredes. Una bolsa blanca de plástico asomaba del armario. Era la bolsa que llevaba meses atrás con todas las cosas que le había regalado desde que nos hicimos amigas. Reconocí la pulsera de cascabeles que le di por su cumpleaños, el conejito de peluche con el vestidito rosa y el pollito de fieltro que yo misma confeccioné por navidad. Le encantaban ese tipo de cosas. Camisetas y  pantalones sucios estaban dispuestos prenda sobre prenda echados encima del respaldo de la silla giratoria, le gustaba mucho dar vueltas sobre ella. Un charco rojizo se extendía bajo el somier hasta las zapatillas negras de estar por casa, con huellas grisáceas de otros zapatos. No entiendo qué la llevó a esconderse ahí abajo con tan poco espacio para moverse si le costaba respirar cuando se veía atrapada. La encontraron acurrucada al fondo, tras un montón de cajas de zapatos de las que se había adueñado un puñado de arañas. Era imposible haber llegado hasta ahí sin haberlas quitado primero, debió de recolocarlas ella misma. A pesar del atosigante olor a humedad y del caótico desorden una orquídea deslumbraba con sus tres flores y hojas brillantes colocada en lo alto de la cómoda frente a la ventana. No encontró el momento para echar a lavar los calcetines sucios esparcidos por ahí, pero sí para cuidar y mimar de una planta, cuidarla tanto como me pareció que ella ansiaba que hicieran con ella.


   Pocas personas podían presumir de conocerla tan bien como yo. Estuve a su lado en el mayor bajón por el que pasó, culpa de su primera ruptura, la vi caer y descuidarse durante demasiado tiempo. Pero nunca imaginé que sacrificaría su sonrisa así por la pérdida de una amiga, por que le dijera adiós.

martes, 7 de mayo de 2013

una madre protege siempre a sus hijos


  ―Todas las pruebas apuntan a ti ―la inspectora soltó sobre la mesa un montón de papeles agrupados en carpetas de cartulina―. Mira estas huellas; son las tuyas. Es demasiado perfecto.

La interpelada se giró lentamente.

  ―Te dije que no te involucraras.

  ―El fiambre era mi prometido. ¿Lo has olvidado? No quiero creer que tú lo apuñalaras doce veces. Doce. Charlie no era la mejor persona del mundo, pero nadie se merece eso.

  ―¿Eso crees?

  ―¿Tú no?

  Su rostro amargado se iluminó con un intenso haz que entró a través de la cristalera. Un instante después, sólo quedaba la luz de las farolas que llegaba hasta aquel cuarto piso del edificio. Un trueno hizo temblar los cristales.

  ―Una madre protege siempre a sus hijos.

  ―¿Para que no me casara con él? Charlie había cambiado. Ya no era capaz de ponerle el dedo encima ni a una mosca.

  ―¿Recuerdas lo que ocurrió aquella noche?

  ―Sabes que no. La copa no me sentó bien. Me desperté en la cama sobre las ocho.
La madre fue hasta el sofá y abrió la cremallera de uno de los enormes cojines blancos. De entre la gomaespuma sacó una bolsa de basura y extrajo su contenido. La inspectora se alarmó.

  ―Esa es la blusa que llevaba. ¿Y esas manchas?

  ―Creo que sabes de quién son.

  ―¿Qué insinúas? ¿Por qué tienes tú mi ropa?

  ―Porque una madre protege siempre a sus hijos.

martes, 30 de abril de 2013

la carrera


  Al sonido del disparo los chicos se alejaron a gran velocidad de la línea de salida. Los 100 metros lisos parecían un gran reto a ojos del pequeño Timmy, pero con los 14 años recién cumplidos supo que aquel año lo conseguiría. Era sólo una carrera entre algunos vecinos y amigos del barrio, aunque ellos se sentían como en las olimpiadas. El viento en la cara y las piernas moviéndose más y más rápido casi sin pensarlo le hacían sentir que podría conseguir cualquier cosa. Desde que eran pequeños habían organizado esta competición, y todos habían ganado alguna vez. Todos menos él. Deseaba más que nada ganar por lo menos una sola vez. No era simple encaprichamiento, la chica que le gustaba lo animaba desde las gradas. Timmy se había guardado en el bolsillo del pantalón unas piedras a las que les pensaba dar un perverso uso.  Lanzó una y el chico más rápido tropezó con ella. Lanzó las demás y, uno a uno, todos perdieron el equilibrio  o acabaron con heridas en las piernas –bien por el impacto de la piedra angulosa, bien por la caída-. Ya sólo quedaba el más pequeño del barrio, Toby, que tenía 8 años. Era como mirarse en un espejo años atrás, siempre quedaba el último. De él no había que preocuparse, no lo alcanzaría. Todo orgulloso se dio la vuelta al llegar a la meta. Se desconcertó al ver que se encontraba solo. No estaban siquiera el niño o la chica de las gradas.

murió el que era


  Nunca fui un chico muy hablador en el colegio y los pocos amigos que conseguía eran tan duraderos como un cubito de hielo en mitad del desierto del Sáhara. Prefería sentarme en un banco o mecerme en un columpio mientras leía un libro de fantasías, sobre héroes que luchaban en nombre del bien y salvaban personas. Nadie me entendía, pero tampoco me criticaban. Simplemente era como una mancha más en la pared de colores del patio del recreo. Un día llegó un nuevo compañero a mitad de curso. Pensé que sería mi gran oportunidad para hacer un amigo de verdad. Él no me conocía de nada, así que podría ser yo mismo sin que me prejuzgaran. Cuando llegó el descanso salimos todos corriendo al patio, muchos de nosotros para llegar antes al tobogán nuevo. Pero yo me acerqué al chico nuevo. Tenía el ceño fruncido, parecía enfadado. Supuse que yo también lo estaría si me hubieran cambiado de colegio y no conociera a nadie. Con el bocadillo en la mano y envuelto en papel de plata lo saludé con una sonrisa de oreja a oreja. Sin mediar palabra me empujó, caímos al suelo yo y el bocadillo de queso y mantequilla. Se rio a carcajadas apuntándome con su rollizo dedo índice, cogió mi almuerzo y se fue a la otra punta del patio. A partir de entonces todos los días fueron igual. Día tras día, tras día, tras día… Aquella pesadilla se prolongó hasta el instituto. No podía recurrir a nadie que me ayudara, ni siquiera a mis padres o al jefe de estudios porque en el mismo momento en que se encontraba frente a algún tipo de autoridad sacaba a relucir su lado más santo. Sólo le faltaban las alitas y la puñetera aureola. Entonces comprendí que guardaba a ese diablillo especialmente para mí. Los últimos años de instituto fueron más duro que los demás. Sus agresiones no se limitaron a quitarme el bocadillo, sino también mi dinero y, si me resistía, una buena paliza. Curiosamente nunca me dejaba marcas. No era algo impulsivo del momento, sabía dónde y cómo infligir daño sin dejar ni rastro ni pruebas. No tenía ni idea de hasta qué punto llegaría a ser capaz aquel chico.

  Estaba de vuelta a mi casa de la biblioteca cuando en un callejón algo brillante me llamó la atención. Era él. Acababa de sacar una navaja, estaba amenazando a un chaval bastante más pequeño que yo. Era un canijo, un enclenque pegado a unas gafas. Temblaba tanto que perdió el equilibrio y se desplomó. Yo nunca pude pedir ayuda, nunca nadie me socorrió, tuve que aguantarlo todo totalmente solo. La impotencia que sentía no hacía más sino acrecentar mi rencor, las ganas que tenía de partirle la crisma en dos y despedazarlo. Y la ocasión se presentó. Y además estaría salvando a alguien. Sin pensarlo me abalancé contra él y lo estampé contra el suelo de ladrillos. Un puñetazo en la mandíbula, otro en la nariz, en un lado, en el otro. Jamás me había sentido tan bien. Cuando empezaron a dolerme los nudillos estrujé con todas mis fuerzas su grasiento y seboso cuello. Decidí que ya no lo necesitaría más. A los pocos segundos algo me agarró el hombro y me arrojó unos metros atrás. Era un policía. ¡Qué bien, la justicia había llegado! Un poco tarde, ¿no? ¿Dónde se supone que estaba cuando de pequeño me escondía en el lavabo de las chicas para que él no me pegara? ¿Y qué hay de la vez que me colgó del perchero más alto? ¿Tenía cosas mejores que hacer cuando me encerró en el cuarto del conserje todo un día entero? Arremetí contra el hombre uniformado, el protector de la ley y de los indefensos. Ya no podía pensar más, mis puños se movían solos, al igual que mis patadas acertaban ellas solas en las rodillas de aquel hombre.  Aparecieron más policías que me estamparon de pronto contra la pared y me sujetaban los brazos mientras me colocaban las esposas. Con el chico hacían lo propio. Eché un vistazo hacia donde él estaba. El enano había desaparecido y sólo quedaba aquel cabrón. Me miró a los ojos y dijo: “Sabía que eras igual que yo”.

lunes, 11 de marzo de 2013

por qué empecé a escribir sin ella

[En este ejercicio debíamos empezar por el título y, en base a él, escribir el resto.]


  Echaba de menos el gel de coco con el que ella se solía duchar, que alternaba con otro de chocolate. Los botes estaban vacíos desde hacía ya tiempo, así que compré un par nuevo. Ella solía decirme que era para que saboreara su piel y curioseara con mis manos aquellas zonas que sólo me dejaba a mí al descubierto. Y se solía salir con la suya. Cerrar los ojos y disfrutar de la fragancia me hacía creer que todavía podía estar acurrucada a un lado de la cama o en el baño a punto de salir exhibiendo su último modelito de lencería pícara. A veces le daba frío cuando se lo ponía en invierno, pero yo me aseguraba de apretarla contra mi pecho y acariciarla desde los hombros pasando por los costados hasta donde me permitieran alcanzar las manos. Sin embargo, todos esos momentos terminaron. Hace unos meses una bala en su pecho puso fin a lo más maravilloso que me había pasado nunca. Al principio las sábanas secaban mis lágrimas, siempre reservando un hueco en la cama, reservándolo para cuando volviera del trabajo. Una noche dormí abrazado a su camisón de seda favorito. Tenía una mezcla de olores frutales y dulces. A la noche siguiente me sentí vacío abrazando algo tan pequeño. Sin pensarlo vestí a la almohada con el camisón. La semana siguiente compré un maniquí acolchado y al mes siguiente le puse la peluca más parecida que encontré. Apareció sin avisar mi mejor amigo en casa. Dijo que me había llamado reiteradas veces y que en la empresa no sabían nada de mí, que estaban a punto de despedirme. Me encontró en el dormitorio, colocándole una máscara que yo mismo había pintado. Las horas y los días siguientes son una espesa niebla que no soy capaz de disipar.

  Hoy vivo en una habitación acomodada, con una cama individual y un escritorio. De vez en cuando viene una señora a traerme un plato de comida y una botella de agua. Dos veces a la semana nos dejan elegir un yogur del sabor que más nos guste, pero nunca me traen ni de coco ni de chocolate por más que insisto. Dicen que tengo que poner en orden mis ideas y aceptar lo ocurrido. Me obligan a escribir todos los días. Sobre lo que sea, no importa cuánto. Tengo a mi disposición ceras de colores y un pequeño cuaderno en el que estoy escribiendo esto. Me he cansado de no comprender por qué no puedo volver a mi casa. Según las normas tengo prohibido usar portaminas o bolígrafos porque son muy afilados. Esta regla no va por todos, me dijeron, sino por algunos, pero para solidarizarnos con ellos tampoco los usamos los demás. La última vez que vino a traerme comida la señora se le cayó uno de esos instrumentos. Jugueteo con él entre los dedos mientras medito, haciendo pequeños malabares como los que hacía mi chica de chocolate y coco. Esta noche será la última que duerma sola.

jueves, 28 de febrero de 2013

la cantante - Javier Tomeo

[En este ejercicio tomamos un relato bueno y lo deformamos. Hasta ahora hemos procurado hacerlo bien, evitar los errores. Pero aquí los hemos cometido adrede. Aún no es una versión definitiva, por lo que este texto está sujeto a cambios. Los corchetes con puntos representan anotaciones que mi compañera hizo a mano y no entendí su letra. Mis disculpas.]


  La cantante se inclina hacia el pianista canoso y por debajo de su vestido rojo se le marcan las bragas, porque no hay talla de faja que contenga ese culo. No importa. Ni siquiera los más guarros aprovecharían este momento para tocarle el culo. Se vuelve hacia el público y sonríe. Su dentadura es perfecta, ya que le costó un ojo de la cara. Se la pusieron hace un año. Lleva el pelo recogido en un gran moño y esa horterada de flor amarilla prendida en el pelo negro, nada que ver con la canción de la muy reconocidísima y […] cantante Mª Dolores Pradera.

  El pianista levanta la mano derecha, no porque sea de derechas, por encima del teclado y engarfia los dedos. Su gran nariz de canónigo intrigante hace suponer a ciertas mujeres que es hombre sexualmente bien dotado, como bien es sabido, el tamaño de la nariz es directamente proporcional al tamaño de la pilila. Le atormenta, sin embargo, el reuma porque la pensión donde vive es muy húmeda. No puede doblar como quisiera los dedos de la mano. Tiene los nudillos hinchados. Lo más probable es que con esos dedos no pueda tocar bien el piano, ni ninguna mujer. Total, le quedan dos telediarios…

  Sobre el piano, en un florero desportillado, unos cuantos geranios de plástico y el retrato descolorido de una mujer puesta en un marco de terciopelo rojo.

  La cantante entorna los ojos y finge un estremecimiento, se arrepiente de no haber ido al baño. La vieja canción que se dispone a cantar la traslada siempre a los brazos de un hombre que hace años se fue con otra puta –será cabrón-, pero al que continúa amando. El pianista continúa esperando, respirando, […]. Resopla por la nariz y vuelve la mirada hacia la mujer.

  - Dedico esta canción a mi querido público –dice ella, pensando en la vecina que esta mañana le ha dicho que estaba demasiado gorda. Como si a ella no le hubiesen quedado lorzas del último embarazo.
              
  Da otro paso al frente y se engancha el pie izquierdo en los cables del micrófono. Está a punto de perder el equilibrio y se escoña viva. Pide disculpas por su torpeza. Se aclara la garganta y empieza a cantar, pero nadie la escucha. Como está acostumbrada que le ocurra. La gente continúa hablando en voz alta y de vez en cuando, sobre un fondo oscuro de rumores y toses, salta la risa de otra mujer que ha bebido más de la cuenta. ¿No es la catequista mayor de la parroquia del Santo Cristo de las Llagas Sangrantes?
                
  Luego, al final, suenan algunos aplausos. El pianista canoso se ha quedado con la barbilla clavada en el pecho, como si se le hubiese roto el muelle del cuello –que era de esperar-. Las rosas de plástico palidecen un poco más y se alegran de ser artificiales, del chino de la esquina.

martes, 26 de febrero de 2013

caperucita roja y la fresa vengadora


  - Nos volvemos a encontrar, caperucita roja.

  La sorprendida niña dejó caer de golpe la cesta sobre la hierba hundiéndose un centímetro. Se dio la vuelta al instante.

  - ¡Una fresa que vuela!
  
  - Ya sé que mis magníficas alas blancas dejan sin aliento a cualquiera, pero ¿eso es todo lo que te llama la atención? ¿Acaso no sabes quién soy “yo”?

  Una fuerte brisa arrastró un matorral seco entre ambos.

  - ¿Una fresa parlanchina?

  La fresa voladora dio vueltas en círculos y giró sobre sí misma histéricamente profiriendo insultos –los cuales han sido censurados para no herir la sensibilidad del público fresil-. De haber sido humana se habría arrancado un mechón o dos.

  - ¡No! ¡Soy “la” fresa! ¡La alada vengadora! ¡La representante de mis hermanas! ¡La afilada hoja de la guadaña! ¡La llama vengadora! ¡Vuelo a tal velocidad que mi estela parece la de una llama de fuego!

  Considerando las posibilidades que había de que una fresa con alas le estuviera hablando, caperucita roja concluyó que debía de tratarse del melón maldito de ocho kilos que llevaba en la cesta. Sin embargo, aún era muy pronto para precipitarse. También podía tratarse de la maldición de los alienígenas que aparecieron un día -como otro cualquiera- muertos detrás de la casa de su abuelita. Por mucho que su querida abuela lo negara, aquel cuchillo que caperucita encontró en el cubo de la basura, manchado con un líquido verde espeso y algo maloliente, no dejaba de resultarle sospechosamente raro.

  - Pero basta de tanta palabrería. ¡Llévame ante tu líder! ¡Lo asesinaré cruelmente como habéis hecho con mis hermanas! Y para más inri, ¡me lo comeré con azúcar, nata y leche condensada! ¡Todo junto!

  A lo largo de su corta vida caperucita roja había visto muchas cosas en la montaña: cuervos que cantaban, lobos que graznaban, una nave espacial estrellada en el tejado de la casa abandonada, manchas de sangre nuevas cada noche en la hierba, ardillas que llevaban a cuestas melones y sandías de hasta diez kilos… Pero nunca, nunca, nunca se le había presentado en pleno invierno bajo la luna llena una fresa sedienta de una venganza muy dulce –en el sentido más literal de la expresión-. Ante tal situación sólo podía hacer una cosa…

  - Esto… ¿Abuelita? Hay un desconocido con intenciones asesinas aquí fuera –exclamó la niñita rubia hacia la derecha.

  “Hmm, viendo lo pequeña que es esta humana, su abuelita será más de lo mismo. Usaré mi técnica ninja de multiplicación de sombras, la acorralaré con mis dobles hasta el borde del precipicio que hay por aquí cerca, activaré la catapulta para que le lance un melón y, así, la gravedad se ocupará de lo suyo. Ju ju, definitivamente impresionaré a la capitana”, pensó la fresita.

  Entonces salió de entre los matorrales una figura muy alta y robusta. A penas se distinguía del resto de las sombras, pero cuando avanzó unos pasos y la figura fue iluminada por la luz plateada de la luna…

  - ¡¿Tu abuela es un camionero?!

  - ¡Oye, jovencito! ¡Sin faltar al respeto! –le propinó un derechazo.

  Sí. La figura alta y robusta era la abuelita, bien podía parecer un armario empotrado de 3x2m. Su pesada constitución inducía a error a muchos, pero su cabello blanquecino recogido en un moño, su vestido negro hasta los tobillos, el delantal tan hortera de flores y esa barba prominente del mismo color que el cabello eran absolutamente elementos propios de cualquier abuelita que se preciara.

  - ¡Abuelita, abuelita! Esta fresa dice que quiere matarnos y… y… y luego comernos.

  - ¡¿Quién ha osado asustar a mi nietecita?!

  La gran abuela sacó un bazuca del delantal de flores rosas y amarillas y se lo echó al hombro. Apuntó directamente a la fresa.

  - ¡¿Pero de dónde ha sacado eso?! –la pobre fresita no daba crédito a lo que veía.

  - ¡Oh, no! ¡Es el fin! Abuelita, por favor, ¡no lo uses!

  - Tres… Dos… ¡Fuego!

  La abuela activó el artefacto y ¡BUM! Un montón de gatitos con cascabeles anudados con un lacito en el extremo de la cola salieron disparados de él. La fresa profirió un ruido muy agudo y potente, tanto que caperucita casi no pudo soportarlo ni tapándose las orejas con todas sus fuerzas. Los felinos empezaron una fiera persecución con la fresa alada de objetivo.

  - ¡Anda! Pues sí que parece una estela de fuego.

  La abuela le pasó un brazo por los hombros a caperucita mientras contemplaban el paisaje nocturno. Allá a lo lejos resonaban los cascabeles junto con los graznidos de los lobos,  quejándose de que hubieran interrumpido sus veinticinco horas diarias de sueño. Abuela y nieta suspiraron profundamente, llenando así sus pulmones de olor a melón fresco y pino.

  - Abuelita, lo del cuchillo…

  - ¡Anda, niña! ¡Déjalo ya! Que tú a mí no me engañas. Que lo he llevado al CSI y han encontrado tus huellas. Que no estoy senil, no me vas a cargar el muerto. Ahora tira p’adentro y termínate el potaje.

adiós

  Habíamos quedado en el lugar de siempre. Nos intercambiamos unas bolsas que contenían cosas que nos habíamos prestado: unos comics, algún videojuego y un libro de terror que no llegué a terminar. Tras varios meses por fin habíamos concertado un día para devolvernos nuestras cosas, el último día que nos veríamos en el lugar de siempre a la hora de siempre Pero yo no podía permitirlo. Ya me daba igual quién tuviera la culpa, quién causó el problema o quién no puso de su parte para remediarlo. La semana anterior me la encontré de casualidad, le supliqué perdón llorando en mitad de la calle, pero no conseguí penetrar su fuerte caparazón. Lo intenté una vez más por los años que habíamos compartido, por nuestra amistad, porque no quería perder a mi mejor amiga. Pero ella me respondió con la palabra más afilada y fría: "Adiós". Me quedé con una mano en el aire en un amago de sujetarla por el hombro que ya estaba a seis pasos de distancia. ¿De verdad la había perdido? ¿De verdad no íbamos a ser vecinas cuando fuéramos mayores ni nuestros hijos jugarían juntos? Antes de darme cuenta densos lagrimones se regodeaban en mis mejillas, como si quisieran dejarme todavía más en ridículo ante los transeúntes sin contar con mi pose de estatua temblorosa y mi cara de desesperación. La burbuja de cristal en la que vivía tenía una grieta irreparable cuyos fragmentos habían sido clavados en mi pecho. Volví a casa a paso lento conteniéndome el llanto lo mejor que pude. No sabía que a partir de entonces un rastrillo invisible se hundiría y me rasgaría los pulmones a todas horas.

  - ¿Estás resfriada? -me preguntó mi hermana desde el salón al oírme moquear.

  - Sí.

la "friki"

  Por ahí iba otra vez la friki. ¿Es que nunca se ha mirado al espejo? Va haciendo el ridículo con esa ropa de la temporada del año pasado. Alguien debería darle de golpes con la Vogue en la cabeza, así con suerte se le bajan esos pelos ochenteros. Debería peinarse por una vez en su vida. Y esa forma tan infantil que tiene de comportarse da risa. ¡Que tenemos catorce años, coño! Si sigue así, no echará un polvo ni a los cuarenta. El resto somos normales, ¡como la mayoría! Esa chica es de lo más raro. Hoy trajo un comic japonés, creo que dijo que se llamaba "manga". Intenté hacerle un favor y hablar con ella, pero la muy se puso en plan borde conmigo. ¿Hola? Sólo pretendía que su reputación llegara por lo menos a la altura de mis tobillos. Es la cosa menos femenina que había visto. El otro día iba vestida como un chico. No le vendría mal un mapa en una tienda de ropa de verdad. Mis amigas y yo fuimos a hablar con ella a advertirle. Nos daba tanta pena... Acabó llorando y se encerró en el baño. ¡En serio, no recuerdo haberme reído tanto en mi vida! No entiendo cómo puede ser amiga de la más popular de la clase. Ella por lo menos va vestida como Dios manda. La última vez que hablé con la friki me soltó un rollo muy raro sobre una oveja y un rebaño, algo de un criterio propio, que si no sé qué, que si no sé cuánto, bla bla bla... Y al final me llamó "zorra". ¡Ha! ¿Zorra yo? ¿Por qué? ¿Por salir a la calle y pasármelo bien? Y mi falda no es tan corta, no se me ven las bragas. Ella sí que es corta, corta de entendederas. Que no se da cuenta de que la gente como yo es la que triunfa y ella no saldrá de su casa nunca, morirá enterrada bajo sus mierdas japonesas.

Diane y el mago

[Se recomienda escuchar de fondo "Terrible Things" de la lista de reproducción. Están ordenadas por orden alfabético, por lo que si vas pasando a la anterior, llegarás más rápido.]



  La pesada puerta de roble recién barnizada se abrió de golpe.

  - ¡Abuelo! -exclamó una pequeña niña de mejillas rosadas con una sonrisa de oreja a oreja.

  Un hombre mayor de unos 85 años descansaba sobre una silla de ruedas. Jugueteaba con una pluma en la mano derecha mientras miraba fijamente un folio escrito hasta casi la mitad. Se giró hacia la izquierda. Miró a la niñita con los ojos bien abiertos, no se esperaba que viniera tan rápido. Con gran calidez le extendió los brazos.

  - ¡Ven aquí, mi niña!

  Corrió hasta el centro de la habitación donde se encontraba su abuelito preparado para sentarla sobre sus piernas al lado de la mesa de estudio de madera maciza toda llena de florituras por los bordes y caracolitos en las esquinas. Dio un saltito y se colocó sobre las piernas del hombre. Lo estrechó entre sus brazos tan fuerte como pudo, él la correspondió con un abrazo lleno de ternura y unas palmaditas en la espalda. La pequeña se separó un poco hacia atrás. Con las manos en los hombros del abuelo de pelo del color de las nubes le preguntó:

  - ¿Ya no volverás más al hospital? Como las otras veces que papá y mamá dijeron que no pero luego no fue así...

  - Esta vez es de verdad, Diane. Me voy a quedar en mi casa.

  - ¡Entonces ya estás curado! ¿Verdad?

  La tristeza de la que se tiñó de pronto la sonrisa del anciano Diane no llegó a comprenderla. Él se limitó a frotar el gorrito blanco de lana con orejitas de gato que le había regalado por Navidad -aunque la versión oficial era que se lo había traído Papá Noel, por supuesto-. Entonces se cercioró de la hoja escrita y el espeso montón de la esquina de la mesa. Un candelabro en la otra esquina tocaba una música sólo audible para las sombras, que danzaban animadamente.

  - ¿Qué estás escribiendo ahora?

  - Es un secreto. Hmm, no sé si debería decírtelo -dijo en tono juguetón.

  - ¡Porfa, porfa, porfa! ¡Prometo no decírselo a nadie!

 - Bueno, está bien. Pero sólo porque eres tú -la pequeña Diane guardó silencio, esperando expectante-. Trata de una princesa llamada Diane y su maestro, el mago más poderoso del mundo.

  - ¡Uala! Se llama como yo, ¡tiene mi nombre!

  - Y se parece mucho a ti -le presionó la nariz-. Este libro será mi último regalo, y es sólo para ti.

  - ¿Por qué el últmo, abuelo? ¿Es que me he portado mal? -bajó las manos a su regazo.

  - No, no. Para nada. Precisamente porque eres lo que más quiero en este mundo te hago este regalo tan especial. Quiero que lo leas cuando ya no esté aquí.

  Todavía había muchas cosas que Diane no lograba comprender, pero no por nada era la más lista de su clase. Sabía perfectamente a qué se referían los adultos cuando decían ese tipo de cosas. Sus grandes ojos azules se llenaron de lágrimas. La respiración se le entrecortó.

  - Pero... pero... yo te necesito, yo no quiero que te mueras...

  Su abuelo con ambas manos le enjugó los lagrimones y le pellizcó las mejillas. Agachó la cabeza ligeramente y mirándola fijamente a los ojos le dijo:

  - ¿Sabes una cosa? Este libro no es un libro cualquiera, no. ¡Es un libro mágico!

  - Pero papá y mamá dicen que...

  - Tus padres han visto muchas cosas tristes, y esa tristeza les ha puesto una venda en los ojos que no les deja ver ciertas cosas. Yo puedo comprenderlo porque también estaba cegado. Con los años he sido capaz de quitármela, pero a otras personas les cuesta más o simplemente no quieren porque tienen miedo.

  La joven Diane escuchó atentamente cada palabra, aunque no conseguía hallar su significado. Supuso que era una de esas cosas que entendería cuando fuera mayor.

  - Gracias a este montón de tinta en forma de palabras nosotros dos somos los protagonistas de increíbles aventuras mágicas. ¿Y sabes qué? La vida escrita nunca muere. Siempre que quieras podrás revivir nuestras hazañas una y otra vez. De ese modo... tú y yo... -incluso al anciano se le empezó a quebrar la voz- estaremos juntos. Siempre. Siempre.

  Abrazó fuertemente a su nieta. Dejó que una lágrima furtiva aprovechara ese momento para escapar mientras ella no miraba.

  - Eso no es del todo cierto, abuelito -dijo con voz trémula.

  - Ah, ¿no?

  - No, porque yo sé que me cuidarás desde el cielo. ¿Verdad?

  - Claro que sí, mi princesita. Siempre te cuidaré.

  Diez años más tarde Diane se había convertido en toda una mujer. A lo largo de todo ese tiempo había leído innumerables veces el libro de su abuelo hasta la penúltima página. No se atrevía a terminarlo, como si entonces lo estuviera matando definitivamente. Un día no más especial que los demás volvió al estudio de su abuelo. Cada semana desde su fallecimiento iba allí a limpiarlo hasta el último rincón, no quería permitir que el tiempo pasara por allí -que se atreviera a intentarlo, lo echaría a escobazos-. Todavía permanecía su silla de ruedas. Con el libro bajo el brazo se sentó en el sitio de su abuelo y lo dejó sobre el escritorio. Al poco de morir pidió a sus padres que lo encuadernaran con tapa dura color esmeralda y grabados de flores muy barrocas en dorado. Lo abrió directamente y empezó a leer. En ese capítulo la princesa Diane había crecido y tenía 17 años. La habían vendado con la misma venda de la que tiempo atrás el gran mago y abuelo suyo le habló y advirtió. La última frase que había escrito del mago era: "¡Diane! ¡Corre, despierta de tu letargo y sálvame! ¡No lo lograré sin ti!". Y en los dos renglones siguientes había una casilla en cada uno. A continuación del primero ponía: "¡Ya voy, abuelo!", y en el siguiente: "¡Lo siento muchísimo, no creo que pueda hacerlo!".

  La joven abrió los ojos como platos. En aquel momento le pareció que sólo hacía escasos segundos desde que tuvieron aquella última conversación. Su pluma aún seguía en su sitio, en el cajón de la derecha. La sacó y marcó una casilla. Alcanzó un folio del montón de la derecha y comenzó a escribir.

catalejo - tabla

  La noche había sido muy larga. Los chicos y yo nos quedamos en la popa observando ese ridículo cielo estrellado, no lograba comprender qué encontraban de fascinante en él. Dijeron que era el mayor mapa de este mundo y habíamos acabado en algún lugar lejos de casa, lejos de mi padre y ese catalejo que parecía adorar más que a su hijo. Pisé la sucia manta al incorporarme y di un traspiés. La eché hacia atrás y caminé con cuidado sobre las tablas para no despertar a los demás hasta acercarme a la barandilla. Me froté la cara con fuerza como si así me librara de mi miedo. Caí de rodillas y recé a quien quisiera oírme.

  Me prometí a mí mismo no volver a involucrarme con el mar ni nada que estuviera relacionado con él. El mar diabólico succionó la vida de mi padre de la forma más cruel. Transformó a un padre cariñoso de familia en un títere obsesionado con un montón de agua salada. Yo por suerte me di cuenta a tiempo, intenté salvarlo antes de que se perdiera a sí mismo, pero... no sólo empeoré las cosas sino que desperté la furia de Poseidón. Lo devoró. No se conformó con lo que le había hecho ya, no tuvo suficiente, no pudo contenerse, no... Entonces tomé una decisión. Ajustaría cuentas con quien hiciera falta, como si tuviera que enfrentarme a cada uno de los dioses siguiendo el ejemplo de Kratos. No volvería a quedarme de brazos cruzados. No dejaría que mi madre volviera a llorar por las noches. Por una vez quería hacer las cosas bien, aunque sólo fuera una. Sin embargo, pasados dos meses desde que zarpamos no hemos logrado otra cosa más que desorientarnos y, finalmente, perdernos. ¿Acaso fue así el final de mi padre? ¿Fue un simple accidente? ¿O tal vez... empezó a odiarnos a mamá y a mí por lo que hicimos y se fue para no volver? Yo sólo quería recuperar a mi padre, al hombre que priorizaba a su familia por encima de todo y hacía lo que fuera necesario por estar en casa con ella. Lo que más me entristecía era saber que probablemente mi madre moriría sin saber qué fue de su marido ni por qué su hijo no había vuelto al cabo de tres semanas tal y como le había prometido, que en sus últimos momentos había llorado desconsolado como un niño pequeño porque el papel de héroe se le había quedado grande. Ayer mismo nos quedamos sin provisiones. No teníamos nada, estábamos tan vacíos que ni teníamos esperanza. Si alguien llegara a leer esto, debe saber que el hijo del pescador de estrellas fue aplastado por la realidad, cayó desde el borde del precipicio y acabó en el fondo, en algún rincón junto a los corales.