jueves, 28 de febrero de 2013

la cantante - Javier Tomeo

[En este ejercicio tomamos un relato bueno y lo deformamos. Hasta ahora hemos procurado hacerlo bien, evitar los errores. Pero aquí los hemos cometido adrede. Aún no es una versión definitiva, por lo que este texto está sujeto a cambios. Los corchetes con puntos representan anotaciones que mi compañera hizo a mano y no entendí su letra. Mis disculpas.]


  La cantante se inclina hacia el pianista canoso y por debajo de su vestido rojo se le marcan las bragas, porque no hay talla de faja que contenga ese culo. No importa. Ni siquiera los más guarros aprovecharían este momento para tocarle el culo. Se vuelve hacia el público y sonríe. Su dentadura es perfecta, ya que le costó un ojo de la cara. Se la pusieron hace un año. Lleva el pelo recogido en un gran moño y esa horterada de flor amarilla prendida en el pelo negro, nada que ver con la canción de la muy reconocidísima y […] cantante Mª Dolores Pradera.

  El pianista levanta la mano derecha, no porque sea de derechas, por encima del teclado y engarfia los dedos. Su gran nariz de canónigo intrigante hace suponer a ciertas mujeres que es hombre sexualmente bien dotado, como bien es sabido, el tamaño de la nariz es directamente proporcional al tamaño de la pilila. Le atormenta, sin embargo, el reuma porque la pensión donde vive es muy húmeda. No puede doblar como quisiera los dedos de la mano. Tiene los nudillos hinchados. Lo más probable es que con esos dedos no pueda tocar bien el piano, ni ninguna mujer. Total, le quedan dos telediarios…

  Sobre el piano, en un florero desportillado, unos cuantos geranios de plástico y el retrato descolorido de una mujer puesta en un marco de terciopelo rojo.

  La cantante entorna los ojos y finge un estremecimiento, se arrepiente de no haber ido al baño. La vieja canción que se dispone a cantar la traslada siempre a los brazos de un hombre que hace años se fue con otra puta –será cabrón-, pero al que continúa amando. El pianista continúa esperando, respirando, […]. Resopla por la nariz y vuelve la mirada hacia la mujer.

  - Dedico esta canción a mi querido público –dice ella, pensando en la vecina que esta mañana le ha dicho que estaba demasiado gorda. Como si a ella no le hubiesen quedado lorzas del último embarazo.
              
  Da otro paso al frente y se engancha el pie izquierdo en los cables del micrófono. Está a punto de perder el equilibrio y se escoña viva. Pide disculpas por su torpeza. Se aclara la garganta y empieza a cantar, pero nadie la escucha. Como está acostumbrada que le ocurra. La gente continúa hablando en voz alta y de vez en cuando, sobre un fondo oscuro de rumores y toses, salta la risa de otra mujer que ha bebido más de la cuenta. ¿No es la catequista mayor de la parroquia del Santo Cristo de las Llagas Sangrantes?
                
  Luego, al final, suenan algunos aplausos. El pianista canoso se ha quedado con la barbilla clavada en el pecho, como si se le hubiese roto el muelle del cuello –que era de esperar-. Las rosas de plástico palidecen un poco más y se alegran de ser artificiales, del chino de la esquina.

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