[En este ejercicio tomamos un relato bueno y lo deformamos. Hasta ahora hemos procurado hacerlo bien, evitar los errores. Pero aquí los hemos cometido adrede. Aún no es una versión definitiva, por lo que este texto está sujeto a cambios. Los corchetes con puntos representan anotaciones que mi compañera hizo a mano y no entendí su letra. Mis disculpas.]
El pianista levanta la mano derecha, no porque sea de derechas,
por encima del teclado y engarfia los dedos. Su gran nariz de canónigo
intrigante hace suponer a ciertas mujeres que es hombre sexualmente bien dotado,
como bien es sabido, el
tamaño de la nariz es directamente proporcional al tamaño de la pilila.
Le atormenta, sin embargo, el reuma porque la pensión donde vive es muy húmeda. No puede doblar
como quisiera los dedos de la mano. Tiene los nudillos hinchados. Lo más
probable es que con esos dedos no pueda tocar bien el piano, ni ninguna mujer. Total, le quedan
dos telediarios…
Sobre el piano, en un florero desportillado, unos cuantos
geranios de plástico y el retrato descolorido de una mujer puesta en un marco
de terciopelo rojo.
La cantante entorna los ojos y finge un estremecimiento, se arrepiente de no haber ido al
baño. La vieja canción que se dispone a cantar la traslada siempre a los
brazos de un hombre que hace años se fue con otra puta –será cabrón-, pero al que continúa amando.
El pianista continúa esperando, respirando,
[…]. Resopla por la nariz y vuelve la mirada hacia la mujer.
- Dedico esta canción a mi
querido público –dice ella, pensando en la vecina que esta mañana le ha dicho
que estaba demasiado gorda. Como
si a ella no le hubiesen quedado lorzas del último embarazo.
Da otro paso al frente y se
engancha el pie izquierdo en los cables del micrófono. Está a punto de perder
el equilibrio y se escoña
viva. Pide disculpas por su torpeza. Se aclara la garganta y empieza a
cantar, pero nadie la escucha. Como está acostumbrada que le ocurra. La gente
continúa hablando en voz alta y de vez en cuando, sobre un fondo oscuro de
rumores y toses, salta la risa de otra mujer que ha bebido más de la cuenta. ¿No es la catequista mayor de la
parroquia del Santo Cristo de las Llagas Sangrantes?
Luego, al final, suenan algunos
aplausos. El pianista canoso se ha quedado con la barbilla clavada en el pecho,
como si se le hubiese roto el muelle del cuello –que era de esperar-. Las rosas de plástico
palidecen un poco más y se alegran de ser artificiales, del chino de la esquina.
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