martes, 30 de abril de 2013

murió el que era


  Nunca fui un chico muy hablador en el colegio y los pocos amigos que conseguía eran tan duraderos como un cubito de hielo en mitad del desierto del Sáhara. Prefería sentarme en un banco o mecerme en un columpio mientras leía un libro de fantasías, sobre héroes que luchaban en nombre del bien y salvaban personas. Nadie me entendía, pero tampoco me criticaban. Simplemente era como una mancha más en la pared de colores del patio del recreo. Un día llegó un nuevo compañero a mitad de curso. Pensé que sería mi gran oportunidad para hacer un amigo de verdad. Él no me conocía de nada, así que podría ser yo mismo sin que me prejuzgaran. Cuando llegó el descanso salimos todos corriendo al patio, muchos de nosotros para llegar antes al tobogán nuevo. Pero yo me acerqué al chico nuevo. Tenía el ceño fruncido, parecía enfadado. Supuse que yo también lo estaría si me hubieran cambiado de colegio y no conociera a nadie. Con el bocadillo en la mano y envuelto en papel de plata lo saludé con una sonrisa de oreja a oreja. Sin mediar palabra me empujó, caímos al suelo yo y el bocadillo de queso y mantequilla. Se rio a carcajadas apuntándome con su rollizo dedo índice, cogió mi almuerzo y se fue a la otra punta del patio. A partir de entonces todos los días fueron igual. Día tras día, tras día, tras día… Aquella pesadilla se prolongó hasta el instituto. No podía recurrir a nadie que me ayudara, ni siquiera a mis padres o al jefe de estudios porque en el mismo momento en que se encontraba frente a algún tipo de autoridad sacaba a relucir su lado más santo. Sólo le faltaban las alitas y la puñetera aureola. Entonces comprendí que guardaba a ese diablillo especialmente para mí. Los últimos años de instituto fueron más duro que los demás. Sus agresiones no se limitaron a quitarme el bocadillo, sino también mi dinero y, si me resistía, una buena paliza. Curiosamente nunca me dejaba marcas. No era algo impulsivo del momento, sabía dónde y cómo infligir daño sin dejar ni rastro ni pruebas. No tenía ni idea de hasta qué punto llegaría a ser capaz aquel chico.

  Estaba de vuelta a mi casa de la biblioteca cuando en un callejón algo brillante me llamó la atención. Era él. Acababa de sacar una navaja, estaba amenazando a un chaval bastante más pequeño que yo. Era un canijo, un enclenque pegado a unas gafas. Temblaba tanto que perdió el equilibrio y se desplomó. Yo nunca pude pedir ayuda, nunca nadie me socorrió, tuve que aguantarlo todo totalmente solo. La impotencia que sentía no hacía más sino acrecentar mi rencor, las ganas que tenía de partirle la crisma en dos y despedazarlo. Y la ocasión se presentó. Y además estaría salvando a alguien. Sin pensarlo me abalancé contra él y lo estampé contra el suelo de ladrillos. Un puñetazo en la mandíbula, otro en la nariz, en un lado, en el otro. Jamás me había sentido tan bien. Cuando empezaron a dolerme los nudillos estrujé con todas mis fuerzas su grasiento y seboso cuello. Decidí que ya no lo necesitaría más. A los pocos segundos algo me agarró el hombro y me arrojó unos metros atrás. Era un policía. ¡Qué bien, la justicia había llegado! Un poco tarde, ¿no? ¿Dónde se supone que estaba cuando de pequeño me escondía en el lavabo de las chicas para que él no me pegara? ¿Y qué hay de la vez que me colgó del perchero más alto? ¿Tenía cosas mejores que hacer cuando me encerró en el cuarto del conserje todo un día entero? Arremetí contra el hombre uniformado, el protector de la ley y de los indefensos. Ya no podía pensar más, mis puños se movían solos, al igual que mis patadas acertaban ellas solas en las rodillas de aquel hombre.  Aparecieron más policías que me estamparon de pronto contra la pared y me sujetaban los brazos mientras me colocaban las esposas. Con el chico hacían lo propio. Eché un vistazo hacia donde él estaba. El enano había desaparecido y sólo quedaba aquel cabrón. Me miró a los ojos y dijo: “Sabía que eras igual que yo”.

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