[Se recomienda escuchar de fondo "Terrible Things" de la lista de reproducción. Están ordenadas por orden alfabético, por lo que si vas pasando a la anterior, llegarás más rápido.]
La pesada puerta de roble recién barnizada se abrió de golpe.
- ¡Abuelo! -exclamó una pequeña niña de mejillas rosadas con una sonrisa de oreja a oreja.
Un hombre mayor de unos 85 años descansaba sobre una silla de ruedas. Jugueteaba con una pluma en la mano derecha mientras miraba fijamente un folio escrito hasta casi la mitad. Se giró hacia la izquierda. Miró a la niñita con los ojos bien abiertos, no se esperaba que viniera tan rápido. Con gran calidez le extendió los brazos.
- ¡Ven aquí, mi niña!
Corrió hasta el centro de la habitación donde se encontraba su abuelito preparado para sentarla sobre sus piernas al lado de la mesa de estudio de madera maciza toda llena de florituras por los bordes y caracolitos en las esquinas. Dio un saltito y se colocó sobre las piernas del hombre. Lo estrechó entre sus brazos tan fuerte como pudo, él la correspondió con un abrazo lleno de ternura y unas palmaditas en la espalda. La pequeña se separó un poco hacia atrás. Con las manos en los hombros del abuelo de pelo del color de las nubes le preguntó:
- ¿Ya no volverás más al hospital? Como las otras veces que papá y mamá dijeron que no pero luego no fue así...
- Esta vez es de verdad, Diane. Me voy a quedar en mi casa.
- ¡Entonces ya estás curado! ¿Verdad?
La tristeza de la que se tiñó de pronto la sonrisa del anciano Diane no llegó a comprenderla. Él se limitó a frotar el gorrito blanco de lana con orejitas de gato que le había regalado por Navidad -aunque la versión oficial era que se lo había traído Papá Noel, por supuesto-. Entonces se cercioró de la hoja escrita y el espeso montón de la esquina de la mesa. Un candelabro en la otra esquina tocaba una música sólo audible para las sombras, que danzaban animadamente.
- ¿Qué estás escribiendo ahora?
- Es un secreto. Hmm, no sé si debería decírtelo -dijo en tono juguetón.
- ¡Porfa, porfa, porfa! ¡Prometo no decírselo a nadie!
- Bueno, está bien. Pero sólo porque eres tú -la pequeña Diane guardó silencio, esperando expectante-. Trata de una princesa llamada Diane y su maestro, el mago más poderoso del mundo.
- ¡Uala! Se llama como yo, ¡tiene mi nombre!
- Y se parece mucho a ti -le presionó la nariz-. Este libro será mi último regalo, y es sólo para ti.
- ¿Por qué el últmo, abuelo? ¿Es que me he portado mal? -bajó las manos a su regazo.
- No, no. Para nada. Precisamente porque eres lo que más quiero en este mundo te hago este regalo tan especial. Quiero que lo leas cuando ya no esté aquí.
Todavía había muchas cosas que Diane no lograba comprender, pero no por nada era la más lista de su clase. Sabía perfectamente a qué se referían los adultos cuando decían ese tipo de cosas. Sus grandes ojos azules se llenaron de lágrimas. La respiración se le entrecortó.
- Pero... pero... yo te necesito, yo no quiero que te mueras...
Su abuelo con ambas manos le enjugó los lagrimones y le pellizcó las mejillas. Agachó la cabeza ligeramente y mirándola fijamente a los ojos le dijo:
- ¿Sabes una cosa? Este libro no es un libro cualquiera, no. ¡Es un libro mágico!
- Pero papá y mamá dicen que...
- Tus padres han visto muchas cosas tristes, y esa tristeza les ha puesto una venda en los ojos que no les deja ver ciertas cosas. Yo puedo comprenderlo porque también estaba cegado. Con los años he sido capaz de quitármela, pero a otras personas les cuesta más o simplemente no quieren porque tienen miedo.
La joven Diane escuchó atentamente cada palabra, aunque no conseguía hallar su significado. Supuso que era una de esas cosas que entendería cuando fuera mayor.
- Gracias a este montón de tinta en forma de palabras nosotros dos somos los protagonistas de increíbles aventuras mágicas. ¿Y sabes qué? La vida escrita nunca muere. Siempre que quieras podrás revivir nuestras hazañas una y otra vez. De ese modo... tú y yo... -incluso al anciano se le empezó a quebrar la voz- estaremos juntos. Siempre. Siempre.
Abrazó fuertemente a su nieta. Dejó que una lágrima furtiva aprovechara ese momento para escapar mientras ella no miraba.
- Eso no es del todo cierto, abuelito -dijo con voz trémula.
- Ah, ¿no?
- No, porque yo sé que me cuidarás desde el cielo. ¿Verdad?
- Claro que sí, mi princesita. Siempre te cuidaré.
Diez años más tarde Diane se había convertido en toda una mujer. A lo largo de todo ese tiempo había leído innumerables veces el libro de su abuelo hasta la penúltima página. No se atrevía a terminarlo, como si entonces lo estuviera matando definitivamente. Un día no más especial que los demás volvió al estudio de su abuelo. Cada semana desde su fallecimiento iba allí a limpiarlo hasta el último rincón, no quería permitir que el tiempo pasara por allí -que se atreviera a intentarlo, lo echaría a escobazos-. Todavía permanecía su silla de ruedas. Con el libro bajo el brazo se sentó en el sitio de su abuelo y lo dejó sobre el escritorio. Al poco de morir pidió a sus padres que lo encuadernaran con tapa dura color esmeralda y grabados de flores muy barrocas en dorado. Lo abrió directamente y empezó a leer. En ese capítulo la princesa Diane había crecido y tenía 17 años. La habían vendado con la misma venda de la que tiempo atrás el gran mago y abuelo suyo le habló y advirtió. La última frase que había escrito del mago era: "¡Diane! ¡Corre, despierta de tu letargo y sálvame! ¡No lo lograré sin ti!". Y en los dos renglones siguientes había una casilla en cada uno. A continuación del primero ponía: "¡Ya voy, abuelo!", y en el siguiente: "¡Lo siento muchísimo, no creo que pueda hacerlo!".
La joven abrió los ojos como platos. En aquel momento le pareció que sólo hacía escasos segundos desde que tuvieron aquella última conversación. Su pluma aún seguía en su sitio, en el cajón de la derecha. La sacó y marcó una casilla. Alcanzó un folio del montón de la derecha y comenzó a escribir.